Los últimos días la conmemoración de su centenario ha reverdecido la memoria del maestro Bienvenida, don Antonio. Estaba siendo un pecado de lesa tauromaquia, un lujo imperdonable olvidarlo, un despilfarro para la tauromaquia. Ahora que tanto pesa (y tanto amenaza) la globalidad y lo corriente, hacen más falta que nunca los grandes referentes como él a los que agarrarse. En la coyuntura actual don Antonio no se podía perder, no podíamos hurtárselo a las nuevas generaciones. Su estilo trascendía a la plaza, fue torero muy completo, un clásico, ejemplo de torería las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, torero en la vida y en la muerte, y lo sigue siendo cien años después.
Tengo que reconocer que fue mi primer torero, al primero de mis dioses al que conseguí darle la mano una tarde de festival en mi pueblo: los zahones bien lustrados, la calzona rayada, la guayabera marengo, el marsellés al hombro, el alancha perfectamente calado, el cigarrillo entre los dedos, la sonrisa afable con el niño que se le acercaba cargado de emoción: ¿Quieres ser torero?… Y claro que hubiese querido serlo, torero como él. No lo fui, pero no le olvidé. Luego de aquella tarde de Benaguasil, le vi muchas otras: la del Montepío de Toreros en Valencia, Bienvenida, Gregorio Sánchez y El Cordobés -el expresidente, el actual presidente y el futuro presidente, rezaba el cartel que organizó don Luis Miranda-, no lo olvido como tampoco su tarde con miuras en la misma Valencia, siempre elegante y torero, como me había explicado el Alpargatero que debía ser un torero. Más tarde seguí disfrutándolo en Madrid, en mi etapa universitaria, la de su última vuelta a los ruedos, la de los victorinos, la de su despedida en Vistalegre. Por todo eso y por mucho más me alegra y me emociona la reivindicación de su legado y celebro el artículo de su nieto Gonzalo en las páginas del último APLAUSOS. De Bienvenida a Bienvenida. Tampoco él ha sido torero pero sí escribe muy en torero.