Catorce años después de haberse doctorado como matador de toros, Rafael de Paula confirmó la alternativa en Las Ventas en el San Isidro del 74. Han transcurrido cincuenta años. En aquel momento, el maestro tenía 34 años. Fue el más antiguo del cartel compartido con José Luis Galloso -que tenía ocho años de edad cuando el gitano de Jerez había tomado la alternativa- y con Julio Robles, con toros de José Luis Osborne. Aquella tarde, además de romper para siempre una barrera que le tenía aislado en su rincón, fue inmortalizada por un quite por verónicas frente a toriles que enloqueció a la exigente afición de Madrid. Tuvo que saludar montera en mano hasta en tres ocasiones tras esa serie de lances desgarradores que reivindicaron su arrebatada personalidad. “Un quite que da la vuelta al mundo”, tituló José Alameda. Todo el sentimiento contenido en tantos años de lucha marginada se liberó para llegar a los más hondo de Las Ventas.
Todos los aficionados habían escuchado hablar de su arte. Unos pocos peregrinaban a El Puerto, a Jerez o a Sanlúcar cuando se anunciaba. Volvían a su rutina del día a día entusiasmados con la expresión torera de Rafael. En un archivo de la Filmoteca Española, Matías Prats explica en su narración: “Famoso ya sin apenas haber abierto la tela de su capote fuera de su tierra andaluza, donde vive y torea. El toreo de Paula lleva en el aire de la seda y la franela el cante popular de su gente y de su tierra”.
Aquella tarde, además de romper para siempre una barrera que le tenía aislado en su rincón, fue inmortalizada por un quite por verónicas para el recuerdo
Afrontó la tarde después de tanta espera de gris plomo y oro. Su personalidad inimitable salía a borbotones en lances, inicios genuflexos, naturales en redondo cargando la suerte. Con la perspectiva del tiempo, reconocía que por su parte también hubo requisitos para pisar la capital del toreo: “Es cierto que durante algunos años fui un torero provincial que despertaba atención. Entonces me llamaron varias veces para confirmar la alternativa en Madrid, pero yo he sido siempre de la idea de no torear cualquier cosa; me niego a ir a los leones, como se suele decir. Pedía ciertas garantías”, confesó en el diario El Mundo en 2004.
Los testigos presenciales de aquella tarde sabían que algo iba a ocurrir con el torero de Jerez. El quite al toro Andadoso de Osborne se había grabado en la memoria colectiva, ansiosa de volver a sentir lo que Paula les había transmitido en unos lances.
Vicente Zabala Portolés, que veía con escepticismo la presentación del “ídolo desconocido” relató en su crónica abecedaria: “Tan sólo una vez se arrancó el gitano jerezano por seguiriyas: fueron tres verónicas en un quite. Ahí sí toreó de verdad y el público de Madrid se puso boca abajo como si estuviera contemplando al mismísimo Francisco Vega de los Reyes. Er Paula se cimbreó, adelantó el capote, embarcó la embestida y moviendo los brazos rítmicamente se pasó por la faja a su enemigo, rematando con limpieza y lanzando tres monumentos del bien torear con una cadencia de sueño. Porque a todos nos parecía que estábamos soñando cuando veíamos torear así de despacio”.
Rafael fue capaz de llegar al alma con su verónica, con un natural de frente… Un milagro por su fragilidad
La vuelta a Madrid de Rafael de Paula ya tuvo lugar en Vistalegre en la última tarde de Antonio Bienvenida y en la que alternó también Curro Romero. La obra del gitano resultó mágica, llena de duende, de inspiración total. Salió de aquella plaza convertido en mito vivo del toreo. Fue en el mes de octubre, en Carabanchel. El que lo presenció aún lo recuerda conmovido porque aquellos lances y aquellas faenas de muleta tuvieron el halo de la inmortalidad. José Bergamín escribió “La música callada del toreo” con la “borrachera de arte” de aquella tarde palpitando en su corazón: “En el toreo, como en el baile y en el cante, saben más que nadie los gitanos. Supo Rafael El Gallo y sabe ahora Rafael de Paula. De los cuatro grandes Rafaeles (Lagartijo, El Guerra, El Gallo y Paula), sólo vi a los dos gitanos. Vi y oí en su toreo toda la música callada y soledad sonora, que es la esencia y sustancia viva y verdadera del arte de torear: su estilo”. Una actuación histórica, llena de sentimiento, bella en toda su extensión.
Aquel impacto propició dos temporadas gloriosas recorriendo España disfrutando de su vocación como nunca antes había podido hacer. Se dieron muchas explicaciones a aquella marginación del “sistema”: que si había jugado en contra el carácter de Rafael, que si el toreo iba por otro derrotero, que si un maestro del toreo le había vetado. No se sabe con certeza. Pero aquella época contenida fue el caldo de cultivo de los acontecimientos que cumplen ahora cincuenta años que dieron lugar a estas dos esplendorosas temporadas de cuarenta corridas con faenas singulares.
Sin embargo, en 1978 llegó la lesión de rodillas que generó mella en el ánimo del artista y, especialmente, en sus facultades para desarrollar el toreo que tenía en la cabeza. Comenzó entonces un largo declive con momentos de genialidad -que con su calidad se convertían en auténticas obras de arte- que compensaban las continuas fatiguitas en la cara del toro. Unas veces fruto de la caprichosa inspiración, otras por la imposibilidad física.
Una placa en la plaza de toros de Jerez recuerda la faena al toro Sedoso del Marqués de Domecq en 1979. “Rafael de Paula, Rey del Toreo”, reza la inscripción. El sentimiento llenó cada lance y cada muletazo aquella tarde. El sello tan personal, la suavidad con el capote, sus muñecas rotas, el abandono del cuerpo, la sublimación del toreo. Dicen los gitanos que cada pase de aquella tarde fue una sentencia y que hasta el sol se paró para verle torear.
En el 86 una voz ofensiva se metió con el maestro en el plano personal en el momento en el que iba a iniciar la faena con la muleta. El enfado hizo que Rafael se quitara su montera -la llevaba calada- y la arrojara con rabia al ruedo, del mismo modo hizo con el estoque de ayuda, lo lanzó entre barreras. Espartaco le tranquilizaba desde el callejón, otra voz desde el tendido le daba aliento para afrontar aquella faena al toro de Jandilla en la tradicional Corrida Concurso. Llegó su maravillosa inspiración, sin artificios, que brotaba del corazón como un arrebato. Una faena preciosa, con muletazos de frente, con el compás casi cerrado, con todo el pecho por delante. Y qué pases de pecho…. Otra faena para enmarcar tuvo lugar en la plaza de Jerez en 1986.
Al año siguiente, tendrían lugar dos actuaciones clave en la trayectoria de Rafael de Paula, en los dos escenarios fundamentales de la tauromaquia. La primera fue en la Feria de Otoño de Las Ventas, cuando cuajó al toro Corchero de Martínez Benavides. Un sobrero que le permitió reencontrarse con una afición que no se cansó de esperarle, porque sabía que el maestro gitano podía en cualquier momento revelar un misterio con su capote y con su muleta. Aquel día se obró el milagro. Fue una obra excepcional, con el único patrón del sentimiento. Los males llegaron con la espada, una faena que habría sido premiada sin duda con las dos orejas. La vuelta al ruedo de emocionado reconocimiento unánime reconfortó al artista. Escribió Joaquín Vidal en El País: “Nunca el toreo fue tan bello. Jamás el toreo, en las décadas últimas que se recuerdan, alcanzó la grandeza a donde lo llevó Rafael de Paula con su faena de muleta al toro-torazo, cornalón y astifino, que salió, sobrero, en cuarto lugar. Los ayudados por alto, los redondos, las trincheras, los naturales… Sí, el toreo ya inventado, las suertes clásicas. Pero en la interpretación genial del diestro gitano no surgían de los propios cánones de la tauromaquia sino de otro orden, desconocido, que las convertía en nuevas, y cada pase que desgranaba era una creación exclusiva del arte de torear”.
Días después toreó seis toros en la Maestranza de Sevilla, el 12 de octubre de 1987, inmortalizando al toro Lebrero de Fermín Bohórquez. Una faena cumbre premiada con las dos orejas en una tarde en la que a punto estuvo de conseguir la Puerta del Príncipe.
La trayectoria de Paula no tiene cobijo en las estadísticas. Los números no hacen justicia a una dimensión del arte sólo alcanzada por Rafael. Fue capaz de llegar al alma de la afición con su verónica, con un natural enfrontilado, con un adorno personal. Un milagro por su fragilidad. Una emoción que emanaba de sus muñecas hasta olvidarse de sus piernas destrozadas. Su inimitable personalidad compensaba sus dificultades para irse de la cara del toro, la inseguridad propia de la falta de facultades que convertían la suerte suprema en un auténtico calvario.
Han pasado 50 años de su gran revelación al toreo universal con aquellas verónicas del quite en el día de su confirmación. Aquel día muchos más aficionados que sus habituales partidarios entendieron la afirmación de Juan Posada: “Rafael de Paula torea como los (demás) toreros sueñan”. Su toreo forma parte de la eternidad.