Con el guión inicial hecho añicos, la tarde programada para ser la tarde del arte venía torcida y acabó torcida. Un toro jabonero precioso, el dije por el que a buen seguro expertos y veedores matarían, salió rana o mejor dicho en este caso manso de solemnidad y con el fiasco bovino se esfumaron las ultimas esperanzas artísticas. Una pena porque había ganas de ver a Ortega en su nueva dimensión de torero excelso a la espera de consagrarse en Valencia. Lo merecía el propio torero y lo merecía Valencia que en cuestiones de paladar tiene su gusto acreditado, que no en balde fue de Ordóñez y fue de Benítez, lanzó a Belmonte y adoró a José por poner unos ejemplos, sin olvidarme de Camino o de Manzanares o de Ponce. Eso se notó, al gusto por el buen toreo me refiero, se apreció claramente en el quite de Juan al primer toro de lidia ordinaria. El sevillano, vestido de purísima y oro, se hizo presente en su turno, allá por el tercio de toriles, entre el sol y la sombra, del sol que todo lo condiciona, vaya bochornos, habría hablar detenidamente, el caso es que Juan en tarde tórrida citó por chicuelinas que le salieron lo que se dice bordadas, ajustadas, elegantes, de preciosista giro y cuando cabía pensar que había tocado el cielo capotero, enganchó el toro adelante, lo trajo embebido en los vuelos de su capotillo, lacio por supuesto, lo cargó sobre la cintura y lo vació atrás en un abrazo tan hermoso como torero, fue la media inacabable. La propia, tal como se cuenta que las daba su tocayo y paisano, el primer gran trianero.
“Fernando Adrián cortó una oreja por una faena voluntariosa bien rematada con la espada”
El momento toreramente fue el momento de la tarde. Si se decía que un quite vale una tarde estaba amortizada la entrada, pero fue muy al principio y hubo mucho tiempo para maldecir momentos de vulgaridad supina, de voluntarismo excesivamente esclarecedor sobre quien era quien en la arena. A propósito, el quite de Ortega al toro de Adrián no trajo replica alguna y eso en torero en edad de merecer no es el mejor síntoma. Más allá del quite, la actuación de Ortega tuvo pocos momentos lucidos, solo perlas sueltas, los doblones finales a su primer toro con aires manoletistas, rebusquen en las fotos que le hizo Cano al Monstruo que por cierto acabarían dando motivo a un cartel del gran Reus, y verán muchas líneas comunes de una misma geometría torera. Y si hubiese que buscarle más méritos a este Ortega me apuntaría a la media estocada a su primero y a la brevedad con la que aliñó a los dos oponentes que es lo que fueron oponentes u opositores al buen toreo. Y ante esa tesitura si no puede ser no puede ser y todos con Dios camino de casa, en este caso de la redacción, que el tiempo es oro. Y antes de seguir un cante a la forma de vestir el cargo de este trianero, el purísima y oro, el capote bien liado, con el cruce centrado en el talle, detalle que en el momento del paseo ya adelanta el estilo de cada cual o al menos antes era así, ¡qué bien liado viene fulanito! se decía y a partir de ahí tenía crédito a la espera de lo que pasase delante del toro. En la indumentaria de este Ortega solo chirría el fajín, una cinta y poco más o eso parece. Modas.
La tarde tuvo un gran triunfador en lo suyo que no es exactamente lo mismo que lo de sus compañeros de ayer, pero también tiene su aquel y su torería y sus amantes. Me refiero claro está a Diego Ventura, cortó una oreja a cada toro que bien pudieron ser dos si la presidenta hubiese atendido la petición general, y acabó yéndose por la puerta grande entre aclamaciones. Lo de este Ventura, un trueno a caballo, es espectáculo puro, surgido del trabajo, la doma, la ambición y de la torería, que también la tiene. Él es uno de los responsables de haber elevado el rejoneo a la categoría y perfección que tiene en la actualidad. Con Velázquez tordo vinoso con sangre árabe paró con perfecta técnica su suelto primero y a partir de ahí en este toro y en el siguiente, con Fabuloso, con Hatillo, con Guadalquivir, con Guadiana, con Lío, con Bronce fue un ejercicio de superioridad absoluta, quizás excesiva, sobre los toros de Los Espartales.
El tercer hombre del cartel fue Fernando Adrián, no tuvo su tarde. Nunca logró superar la barrera del voluntarismo ni siquiera en su primer toro, un cuvillo mentiroso en varas que llegó franco y vibrante al último tercio, toro muy muletero de lío grande, justo el adecuado para tapar bocas sobre la inoportunidad de su presencia. Toro de los que si no aprovechas te lo recuerdan. No lo logró. En su segundo, toro complicado, tampoco argumentó con claridad el por qué de su presencia. A los dos los mató con contundencia.
Antes de echar el cerrojazo a la crónica dos apuntes: el gran puyazo de Barroso al quinto y la inoportunidad de la banda tocando durante la faena de Adrián al mismo quinto, ni había motivos ni por qué. Sonaban bien, pero para eso están los conciertos. En faena de aquel rango es poco menos que patético.
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El espectáculo fue cosa de Diego Ventura
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