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Ferrera en estado de gracia

Lo de Sevilla no fue una casualidad. Ferrera volvió a romper la música callada del toreo, convirtiéndola en olés, ovaciones y exclamaciones de asombro ante tanto sentimiento torero.

La gracia toreadora se adueñó de Las Ventas. Manes de Federico, de Alberti y Villalón, aquel poeta ganadero que soñaba toros con los ojos verdes. Lo de Sevilla no fue una casualidad. Ferrera volvió a romper la música callada del toreo, convirtiéndola en olés, ovaciones y exclamaciones de asombro ante tanto sentimiento torero. El público de Madrid volvió a ser el que fue antes de que se adueñaran de los tendidos los “reventadores”, a los que les cerró la boca los miles de espectadores que pagan una entrada para disfrutar del arte del toreo, que alcanzó su máxima expresión en Antonio Ferrera. Sobre todo, en el quinto toro de la tarde.

Toro tan falto de empuje casta y bravura como todos sus hermanos, pero que, ante tanta gracia torera, tanta sabiduría y sentimiento, se acordó de que tuvo un abuelo bravo y se dejó llevar por las telas del extremeño de oro del toreo actual, que, con su gran faena, puso Las Ventas en pie. La colocación, temple, armonía, cadencia y sensibilidad mágica de un torero en trance de creación artística, embotó los sentidos del morlaco de tal manera, que no pudo hacer otra cosa que servir de contrapunto a la obra artística del torero que le había tocado en suerte.

Una estocada en la yema, de efecto instantáneo, hizo de Ferrera la escultura viva de Benlliure, titulada “La estocada de la tarde”. Oreja, con fortísima petición de dos que el “usía” desoyó. ¡Qué más da despojo más o menos! El público seguía ovacionando al torero puesto en pie entre gestos de estupor. Y el clásico y casi olvidado “runrún” de Las Ventas se volvió a adueñar del aire de la atardecida madrileña.

También Padilla, en su segundo, interpretó con autoridad su romance de valentía, tanto en las cuatro largas cambiadas de rodillas como en tres pares de banderillas de infarto, y una faena de muleta muy superior a lo que merecía el marmolillo que tenía delante. Con la espada, un cañón. Y Escribano… ¡Qué amor propio y respeto al público pagano el de este torero! En el último de la tarde se jugó la vida sin trampa ni cartón desde la “porta gayola” hasta la estocada final. Pero donde puso los corazones en la boca de los asistentes a la corrida, fue en un par de banderillas encerrado en tablas del que salió por vía milagrosa.

En fin, que tres héroes vestidos de luces evitaron, esta tarde de domingo, que el público se le echara encima a una corrida con poca vida, aunque algunos toros hayan evidenciado cierta nobleza. Corrida que, bien presentada y con algunos ejemplares hasta guapos de hechuras, careció de casta, que por otro lado viene siendo el denominador común en la ganadería brava española. Carencia que le hace más daño a la Fiesta que la piojera antitaurina.

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Ferrera en estado de gracia

Paco Mora

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