Cuando andamos por el cerrado de los toros grandes se le ve relajada y pasea sus relucientes y musculosos pechos entre cientos de pitones… fue ella quien, hace un año, me hizo un quite de un astifino castaño.
Es azul, de ese azul del cielo después de muchos días de lluvia, sin nubes y con la atmósfera limpia. Es franca y noble, con mirada clara y siempre me da la cara buscándome y alargando su hocico para saludarme y en señal de aprecio. A veces, trabajando con el ganado, hace un mal movimiento y le regaño con la voz, entonces ella responde obediente aunque algo nerviosa a las acciones que le pido. Cuando andamos por el cerrado de los toros grandes se le ve relajada y pasea sus relucientes y musculosos pechos entre cientos de pitones, y lo hace con tanta confianza que cualquier agresividad la convierte en docilidad… ¡abono puro para la nobleza! Sin embargo fue ella quien, hace un año, me hizo un quite de un astifino castaño. Ni la noche ni el dolor de la muñeca rota me impidieron emocionarme cuando la encontré debajo de aquel acebuche cerca del pilar, dolorida por alguna tarascada pero esperándome. Ella es azul, pues ese debe ser el color de la franqueza, la verdad y la amistad.
Es verde, y en su carrera tiene la misma cadencia que los sembrados acariciados por el fresco viento en los atardeceres de marzo. En su rítmico galope se mueve con tanta suavidad que parece música que se eleva para luego descender lentamente… ópera sobre una partitura de arena y flores. A los pequeños lagunajandas los trata con ternura y comprensión, y cuando después de ser acrotalados se meten debajo de ella y descargan su furia de bravo en innumerables acometidas, ella avanza a cámara lenta, elevando con cuidado sus manos y patas en un soñado piaffe.